Aquel hombre
era pobre de solemnidad
pero en
realidad,
tenía la
solemnidad de un pobre,
las manos con
las arrugas perfectas,
los mejores
agujeros en la camisa,
aquel cabello
que tenía
justificadas las ausencias de un buen peluquero,
los mismos
pantalones pasaban juntos, verano e invierno,
la piel que no
había recibido
la visita de
una ducha caliente
en estos
tiempos de revuelta,
escasos
dientes, para tanta boca
y poco pan,
para tanta hambre.
Esas uñas,
capaces de cavar en la tierra más dura
y más estéril,
en busca de
algún tubérculo llamado igualdad.
Aquel hombre alguna
vez no fue pobre,
pero siempre fue
hombre.
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